
La Virgen del Socavón y la Corte Infernal, de José Víctor Zaconeta Existe en los valles templados de la América del Sud, un pajarillo muy pequeño de color oscuro, una especie de curruca o ruiseñor bastardo, de canto muy armonioso, que le llaman el “chiru-chiru”. Este pajarillo fabrica su nido en forma de una larga bolsa, colgada en la rama más alta de algún árbol, eligiendo los parajes más silenciosos. Dicha bolsa está trabajada, desde el fondo hasta la entrada, que apenas es un insignificante boquete suficiente para dar paso al cuerpo de la avecilla, mediante un entrelazado de espinos de algarrobo, con las púas dispuestas para afuera, tan fuerte, tan sólidamente asegurados por una sustancia elástica, parecida al pergamino, que elabora el pajarillo, que es imposible descubrir el fondo del nido, a menos que se destroce con un instrumento cortante aquella curiosa construcción erizada de defensivos. Por analogía con el tal nido y por una antigua costumbre, en algunos lugares, como en los valles del Departamento de Cochabamba, a la persona que tiene los cabellos en desorden y los pelos erizados, suele decírseles: “cabeza de chiru-chiru”. Hace tres siglos más o menos, desde que, en la falda del cerro “Pie de Gallo”, situado hacia el Oriente y en las goteras de la ciudad de Oruro, donde descubrieron los conquistadores españoles las primeras y riquísimas minas de plata conocidas con el nombre de “Socavón de la Virgen”, explotadas hasta hoy sin interrupción y actualmente poseídas por la “Compañía minera de Oruro”, vivía o mejor dicho, había hecho su guarida, un ladrón ratero, a quien, sea por la falta de tocado arriba indicada, sea por la semejanza de su guarida con el nido de la avecilla descrita, le llamaban: “El Chiru-Chiru”. El tal ladrón, que, sea dicho de paso, no era criminal sanguinario y sólo se ocupaba de cometer raterías; en un paraje, abrupto por entonces y hoy terraplenado y convertido en plazoleta, había edificado su miserable vivienda, tan baja y mal hecha, como para que no llegase a llamar la atención de ninguna persona. Y así era. Los que conocían al Chiru-Chiru e ignoraban las malas artes a que se dedicaba, lo consideraban como a un mendigo o como a un pobre vagabundo inofensivo, sin que faltaran personas caritativas que aun le prestaran su protección. Él, por su parte, tenía la suficiente habilidad para vender en un barrio apartado de la nueva ciudad de Oruro, lo que hurtaba en otro, desempeñando en apariencia el papel de simple comisionista o encargado de terceras personas; de manera que, siendo un pobre diablo tan insignificante e ignorándose hasta su procedencia, nadie se preocupó nunca de conocer su guarida, con tanta más razón, cuanto que él, o madrugaba mucho o permanecía herméticamente cerrado dentro de aquella. Cinco años habían transcurrido, sin que se notara ninguna novedad ni alteración en la vida siempre igual del “Chiru-Chiru”; hasta que, un buen día, de esos, se notó su desaparición, sin que nadie lo hubiera visto en ninguna parte ni a ninguna hora. Como a la mañana siguiente tampoco pareciese, se le ocurrió a algún vecino invitar a los que hacían el comentario, a “echar de menos” al “Chiru-Chiru” en su propia guarida. Trasladose la comisión, auxiliada de un mechero, sospechando la lobreguez del zaquizamí; y habiendo encontrado su puertecita un poco entreabierta, penetró resueltamente en el aposento. Y aquí viene el asombro y la estupefacción de los concurrentes: encontraron al infeliz “Chiru-Chiru”… muerto y tendido, cuan largo era, sobre su miserable y vil camastro. Tal asombro y tal estupefacción se hicieron indescriptibles, cuando, al levantar los ojos, contemplaron, a la cabecera del cadáver y en la pared que servía de mojinete al cuartucho, una sorprendente y maravillosa imagen, casi de tamaño natural, de la “Virgen de Candelaria”, con un hermoso niño y los atributos de aquella advocación, cayendo involuntariamente de rodillas los felices espectadores de aquel prodigio. Cundió la noticia en un santiamén, acudieron los vecinos, todos mineros, y, bien pronto, los habitantes íntegros de la ciudad; extrajeron el cadáver de Chiru-Chiru, para reconocer la causa de su muerte, amortajarlo decentemente y darle honrosa sepultura; y la guarida de éste, convertida, desde entonces, en una especie de Sancta-Sanctorum, fue el sitio de una romería incesante, que duró meses, años y siglos, y que continúa, ininterrumpida, hasta el presente. La parte esencial y religiosa de la tradición, es ésta. El Chiru-Chiru era efectivamente devoto de la Virgen Candelaria y tenía, a su cabecera, una pequeña imagen de su patrona, en un cuadrito litográfico o, seguramente, estampado en madera, en esa época. Todas las noches que salía a hacer sus fechorías (porque de día era hombre más honrado, como hay muchos), le dejaba, infaliblemente, encendida una velita de sebo a su Virgen, para que le amparase en sus correrías y le sacase “con bien” de cualquier conflicto. La Santa Virgen, probablemente compadecida de su miseria, le dejaba hacer o se hacía la vista gorda, mientras que el Chiru-Chiru desbalijaba un poco de sus bienes terrenales a los poderosos y a los ricos, generalmente avaros y nada caritativos; pero, en una noche fatal, trató de apoderarse del único tesoro que poseían un infeliz peón caminero y su familia, consistente en una petaca de cuero que contenía sus pobres ropas, humildes y estropeadas. Como es natural, la Virgen se indignó sobremanera, y, llamando, interiormente, a la conciencia de su devoto, le prohibió que cometiera semejante atentado. Como el Chiru-Chiru pusiese oídos de mercader y se obstinase en ejecutar la infamia, por considerarla demasiado fácil, no sin insistir en su prohibición, la Virgen apesadumbrada, se vio obligada a abandonar al ladrón, retirándole su amparo. El Chiru-Chiru, libre ya de todo escrúpulo, se puso en ejecución inmediata; pero no había entrado en sus planes la contingencia de que iba a tropezar con un hombre que, aunque demasiado infeliz, era tan valeroso y resuelto, que no sólo sabía hacer frente a todas las adversidades de su mala suerte, sino también defender, a sangre y fuego y temerariamente, su propia vida, las de su mujer e hijos y el tesoro de sus miserables harapos. Cuando el Chiru-Chiru se colaba ya en la vivienda de aquella pobre familia, por una puertecilla que entreabriera cuidadosamente, el caminero que tenía el sueño muy ligero, despertó inmediatamente y percibiendo un leve ruido y a través del trasluz de la puerta la presencia de una sombra humana, creyendo que se trataba de algún asesino o de un enemigo encarnizado que tenía, cogió rápidamente el puñal que le servía para sus andanzas y viajes; y como era hombre “que no esperaba recibir para dar”, lanzose sobre la puerta, sin que el Chiru-Chiru tuviese tiempo sino para volver la espalda, en la cual el caminero le asentó una profunda puñalada. Como el ladrón era demasiado ágil, a pesar de su mortal herida y de la estupefacción del caminero, que se detuvo esperando ver desplomarse a su víctima, echó a correr de tal suerte, que aunque el agresor trató de perseguirlo después, no pudo ya alcanzarlo, perdiéndolo entre las sombras de la noche. Por más que la puñalada no hubiese comprometido el corazón del herido y por mucha que fuese la fortaleza de éste, después de haber corrido unas cinco o seis cuadras, el Chiru-Chiru, cuya lesión era demasiado grave, cayó desfallecido, en campo abierto, ya en las afueras de la entonces aun pequeña ciudad. Allí, casi agonizante y poseído del más inmenso y sincero arrepentimiento, empezó a clamar a su divina patrona y a implorar su protección. La Virgen, sin duda conmovida por las fervientes plegarias de su desobediente protegido, viéndolo en trance tan duro y deseosa, además, de aprovechar de aquel momento supremo de regeneración de su alma, acudió presurosa al sitio en que yacía aquel, y, alentándolo en su fe y prodigándole los más solícitos y delicados cuidados, le condujo, lentamente, hasta su ya descrita guarida. Instalado el herido en su humilde lecho, la divina enfermera, con todo el amor y la ternura de una madre, le asistió, bondadosa, hasta sus últimos instantes, recogiendo de los labios del ladrón, junto con su arrepentimiento, la sincera gratitud de sus bendiciones. Y cerrados para siempre los ojos del Chiru-Chiru, su noble protectora se transformó, en seguida, en la hermosa imagen que bajo la advocación de la “Virgen del Socavón”, es venerada hoy día, en el templo del mismo nombre. Tal es lo que refiere la tradición, cuya versión más aceptable hemos tratado de interpretar, con la fidelidad posible, dentro de la forma literaria que requiere este género de trabajos. No faltarán quienes no digan que el Chiru-Chiru fue conducido por la Virgen desde el lugar en que cayera desmayado hasta el hospital, y que murió allí. Pero, esta versión, poco aceptable, rompería la unidad de acción de la tradición misma: pues, suponiendo que fuera así, la Virgen habría tenido que abandonar al herido en manos humanas, desapareciendo luego y sin llenar, por completo, la divina misión que se le atribuye; o si se quedaba, habría debido convertirse, allí mismo, en la celebrada imagen que motiva esta leyenda. Tales consideraciones y la de no interrumpir el curso armónico de los hechos sobrenaturales relatados, han hecho que nos adaptemos a la versión que nos ha parecido lógica. Mas, los hechos y sus consecuencias no pararon ahí. Descubierta la imagen de la Virgen y sepultado el cadáver del Chiru-Chiru con todos los honores posibles, al tercer día reuniéronse todos los vecinos del Barrio Minero, al que perteneció aquél y llegaron a los siguientes acuerdos aprobados por unanimidad: Que la mina de plata “Pie de Gallo”, que se trabajaba ya entonces, se denominaría, en lo sucesivo: “Socavón de la Virgen”, nombre con el que es conocida actualmente. Que todos los años se celebraría con gran pompa la fiesta de la Virgen, debiendo, precisamente, coincidir ella con la fecha en que cayese el sábado de Carnaval, víspera de la Quincuagésima, tanto porque pocos días antes ocurrió el suceso, cuanto porque sólo entonces tenían los mineros una libertad de tres días de trabajo, los indispensables para celebrar la fiesta, tal como ellos la deseaban. De donde se origina que dicha festividad es movible y que tiene precisamente que caer en el carnaval, pese a los calendarios, bulas y ritos de la iglesia católica. Que para honrar debidamente a su excelsa Patrona, todos los mineros se disfrazarían precisamente de diablos, tanto para dar realce a la fiesta cuanto para conservar ciertas tradiciones de la minería, sin que falten Satanás y el Arcángel San Miguel, para representar, melodramáticamente, la caída de Luzbel; y Que estos acuerdos se pondrían en conocimiento de todos los Mineros de las Empresas de la jurisdicción; debiendo, con la anticipación debida, componerse canciones y villancicos especiales, para cantarlos en loor de la Virgen. Todo lo cual se hizo “al pie de la letra”, proclamándose, desde entonces, a la Virgen del Socavón como a Patrona de todos los Mineros del Departamento de Oruro. Veamos ahora por qué los Mineros resolvieron disfrazarse de diablos y en qué forma iniciaron la fiesta acordada. Para ello y como antecedentes, daremos a conocer algunas costumbres mineras que persisten hasta hoy día: Por una antigua superstición, demasiado arraigada, todos los obreros de las minas creen, sincera e ingenuamente, que el diablo, al cual lo llaman “El Tío”, interviene, precisa e indefectiblemente, en sus trabajos, ya favoreciéndoles, en determinados casos, o haciéndoles la guerra, en otros, según sean las simpatías que le inspiren “sus Sobrinos” o según sea el comportamiento de éstos para con él; porque el diablo es, a pesar de su cola y de sus cuernos, sumamente susceptible y delicado, y no deja pasar nada que pudiera ser ofensivo a su diabólica majestad. De manera que los Mineros tienen buen cuidado y ponen especial atención en no “quedar mal” con “El Tío” ni disgustarle en forma alguna. Para esto, como el diablo no es muy exigente y sí, más bien, muy aficionado a las artes ocultas, le consagran un culto misterioso, que no trasciende afuera, tan simplificado y fácil, que sólo consiste en las siguientes prácticas: Ser modelada, en cada una de las minas y por los obreros que la laboren, del barro o greda más fina que se encuentre en las salvandas o guarda-vetas, una imagen, en bulto, de Satanás, lo más perfecta posible, con todos sus atributos, incluso rabo y cuernos, para colocarla en alguna gruta o grieta natural de una de las rocas más profundas, y, allí, rendirle culto, manteniendo siempre, dos o más velitas de sebo encendidas. – Dirigir, “con fe”, invocaciones y preces al “Tío”, en sentido de que les ayude a encontrar buenas vetas y, principalmente, los “toros”, de los que hablaremos a su turno. – Hacerle voto solemne de disfrazarse, “a su imagen y semejanza”, en la festividad de la Virgen (y no en otras mundanales, como se acostumbra, por algunos que no son del gremio), con la sola supresión del rabo, a fin de que no se les confunda con la verdadera Majestad. – Hacerle, de tiempo en tiempo, unos sacrificios, con la denominación de: “Convidos a la Pacha-Mama”, consistentes en preparar sobre un cerro de las minas, un tendido cubierto de confites y alfeñiques (por que el diablo, como se sabe, es muy goloso) y de una porción de amuletos, muy pequeños, unos vegetales y otros de cobre y estaño vaciados a fuego, llamados “mixturas o jampis” (remedios), sin que falten unas buenas botellas de aguardiente y de vino (a los que también es muy aficionado “El Tío”); y en derribar una o dos llamas, según sea los concurrentes, asarlas bien y colocarlas en otro tendido contiguo al anterior; todo lo cual, en conjunto, se denomina: “La Mesa”. – Debidamente preparada ésta para el banquete infernal, tiene, precisa e indispensablemente, que oficiar en ella, el Sumo Sacerdote del “Tío”, el “yatiri” (el que sabe), que no otro que un indígena vividor de ésos, especie de faquir, que la pasa por “adivino” y que es siempre muy respetado. Este, como quien es y como lo que es, empieza a oficiar con tantas raras, extravagantes y ridículas ceremonias, que, sólo la fe de los interesados es capaz de convertir en un acto serio semejante pantomima; hasta que llega el momento en que debe invocar a Satanás, para ofrecerle el banquete, momento en el cual deben todos los concurrentes alejarse a respetable distancia y tras de alguna colina, para no presenciar la terrorífica, la espeluznante, la apocalíptica aparición de tan eminente personaje, incapaz de soportarla nadie, con sola excepción del yatiri o adivino, que le espera postrado. Después de un lapso de tiempo, el necesario para que el diablo se sirva, a su satisfacción, de las viandas y postres del frugal banquete, libe sendos vasos de vino y de aguardiente, y escoja, además, para su uso, algunos de los amuletos que más le agraden, el yatiri, que, en este caso, no es otro que el mismo diablo en forma humana, después de comer y beber a su gusto, se pone de pie y llama, a grandes voces, a los devotos alejados. A la llegada de éstos, les manifiesta que “El Tío” se ha mostrado sumamente satisfecho, que se ha servido de todo, que el vino y el aguardiente le han parecido muy buenos igualmente que la coca fresca de la nueva cosecha, de la cual se ha llevado una buena muestra, así como de los amuletos, para obsequiar a su esposa y subalternos; que el asado ha estado bastante sabroso, pero que, para la próxima oportunidad, sería conveniente escoger algunas llamitas más grandes y más gordas; por todo lo cual, no ha tenido inconvenientes en concederles las gracias que han solicitado, ordenando, de inmediato, a la “Pacha-Mama” (la Tierra), que les provea de ricos filones y de abundantes minerales. Y agrega que, como el “Tío” no es muy gastrónomo ni tampoco bebedor de oficio como otros, lea ha dejado provisión suficiente, para que la consuman en compañía del yatiri, que sólo ha bebido una copita, y aun está, porque se la invitó el mismo diablo. Los, ya presentes interesados, escuchan religiosamente los resultados de la misión diplomática del yatiri y la celebran ruidosamente, haciendo comentarios, a cual más favorables. Consumen los restos del convite o “convido” y hacen copiosas libaciones a la salud del “Tío”. Termina la fiesta con esta curiosa ceremonia: se reúnen los desperdicios del banquete y en una hoguera, ya preparada, se los convierte en cenizas, las mismas que son aventadas por el yatiri, en medio del humo oloroso de la resina quemada, que se llama “koa”, y de la que sólo se hace uso en el momento de la presentación de Lucifer al yatiri y en este último acto. Después, el yatiri, que realmente sabe más que las arañas, cobra sus derechos de oficiante, cuatro o cinco pesos, y la concurrencia se disuelve, satisfecha y tranquilamente. Y no se crea que entre los obreros de minas falta gente despierta y avisada, no; es que el poder y la antigüedad de esta superstición son tales, que los mismos patrones, personas ya civilizadas, se ven obligados, muchas veces, a dar gusto a la peonada, costeando los gastos del “convido” y dejando a aquella que mande ejecutar sus brujerías, con el solo objeto de que la gente trabaje con buena voluntad. Finalmente, entre los ritos del culto del diablo, falta éste: no divulgar nunca tales supersticiones o prácticas ni invocar jamás a Satanás por su verdadero nombre, lo que parece que le incomoda sobremanera, sino simplemente por el nombre de “Tío”. Tales son las sencillas prescripciones del ignorado culto del diablo: pero aquí vienen el antagonismo y la contradicción, inexplicables, que pasamos a indicar: Los Mineros, a la vez que son devotos a Lucifer, lo son también y con mucho fervor, de la Santísima Virgen, que, en el caso concreto, es la del “Socavón”. Esta devoción es tan grande, que, al encontrarse dos peones en algún socavón o galería, oscuros, el uno saluda con la siguiente invocación: “Ave María purísima”, a lo cual el otro responde: “Sin pecado concebida”; pero lo raro y contradictorio de aquella duplicidad de culto, es que, mientras, en una grutita natural o lacra de las rocas, se ve una pequeña estampa de la Virgen, alumbrada por dos velas y adornada con unas flores artificiales, un poco más lejos, a alguna distancia, probablemente por respeto, se ve, igualmente, otra pequeña efigie de barro (de las que hemos descrito) del “Tío”, alumbrada también por dos velas, pero, eso sí, sin el adorno de las flores, en primer lugar, porque, seguramente, no las merece, y, en segundo, porque el diablo debe ser poco aficionado a la floricultura. No obstante la contradicción que se desprende de los cultos anotados, en resguardo de la honorabilidad y el buen criterio de los Mineros, que se parece mucho al de los hombres políticos, debemos hacer notar que existe una gran diferencia: y es que, el primero, el de la Virgen, es completamente sincero y espiritual, pues no persigue otro fin que el de la obtención de la gracia divina y de las bendiciones de la excelsa Patrona, en tanto que el segundo, el del diablo, como más humano, por mucho que se disimule, es netamente interesado, ya que las gracias a obtenerse son: el mejoramiento de los filones, las riquezas de una buena explotación y el encuentro de los “toros”, con los que no tardaremos en tropezar, a nuestro paso. Tales son, a grandes rasgos, las supersticiones de los Mineros, de esa gente desvalida y trabajadora, cuyas costumbres serán materia de otro estudio; la misma que hace inmensos sacrificios y hasta economías de hambre, por encajarse rabo y cuernos en el carnaval y, sobre todo, por celebrar dignamente la fiesta de la Virgen, cuyos pormenores damos, en seguida: Durante el año, los obreros de minas hacen grandes esfuerzos para ahorrar algo de sus miserables salarios, los unos con objeto de hacer confeccionar disfraces nuevos de diablos y los otros con el de adquirir, en préstamo, algunos ya usados, de negociantes que no desdeñan ni aun la piel de Satanás para sus trapicheos. Dicho disfraz consiste en una camiseta y un calzoncillo de tejido de punto, de hilo y de color carne, de un taparrabo rojo sujeto a la cintura, formado por cinco o seis aletas colgantes y cortas, festoneadas, que caen en forma de hojas oblongas, de una careta, de estuco, que representa la del demonio, con los correspondientes cuernos y una nariz fenomenalmente aguileña, sobre la que descansa una culebra o un sapo, de una peluca de cerda bastante espesa y un par de zapatos ferrados, duros, sin duda, pero demasiado resistentes, en cuyos tacones se hallan bien aseguradas dos enormes espuelas, que no sabemos a ciencia cierta, a cuál de los dos siguientes objetos obedecen: si a que el diablo, a pesar de que no usa nunca sombrero, es muy aficionado a montar a caballo; o si, a que las espuelas infernales son indispensables para llevar el compás de la marcha y del baile en los días de fiesta. Además, los diablos llevan como atributo, una vara larga de madera, ferrada en la punta, en forma de pica o de tridente, con lo cual queda completa la descrita indumentaria que, por otra parte, no es muy costosa. Aparte de las economías y ahorros para disfraz, se preocupan los Mineros de encontrar y adquirir uno o dos buenos “Toros”, pero no vaya a creerse que de los cuadrúpedos, no. Los “toros” son lo más hermosos, grandes y finos trozos de mineral, que encuentran los Mineros en el curso de sus labores y que los esconden y guardan cuidadosamente dentro de la misma mina, no con el poco honrado fin de apropiarse de ellos, sino con el de presentarlos al patrón o empresario como un obsequio de carnaval, bajo la denominación de “achura” (bocado exquisito), para recibir, en cambio, los obsequio de aquel, consistentes en confites, pañuelos grandes de colores, buenas botellas de licores y un poco más o un poco menos de dinero, según sea el “porte” o generosidad del patrón o del gerente, bajo el nombre de “tinca” (gratificación o premio). Tampoco descuidan ejercitar, desde tres o cuatro meses antes, las danzas que tienen que ejecutar, consistentes en una especie de cuadrillas, bailadas a grandes y descomunales saltos, en las plazas y esquinas de la ciudad, con un ruido realmente infernal de vocerío y de sonido de espuelas. Hechos los preparativos ya indicados y recibida la “tinca” el día viernes anterior al carnaval, se reúnen el sábado en la mañana tanto los presuntos y futuros diablos cuanto los mayordomos de la fiesta de la Virgen, que generalmente son ocho o diez vecinos del pueblo, acomodados y pudientes, que corren con todos los gastos de la comida y de la bebida y, sobre todo, de preparar la vajilla infernal, consistente en setenta u ochenta mulas aparejadas, cargadas de equipajes, sobre los cuales se ostenta con una profusión asombrosa y digna de llamar la atención, un respetable caudal de prendas de oro y plata labrada, tales como faluchos, monedas selladas, soperas azafates, fuentes, teteras, calderas, cucharas y hasta vacines, todos estos útiles de plata, que demuestran la riqueza, relativa, pero oculta de un pueblo de obreros. Este convoy, seguido de coches, en los que deben lucirse las personalidades lujosamente ataviadas de los mayordomos, forman parte de la romería infernal que se supone venida y recién llegada del Averno. El día sábado, a horas tres de la tarde, hacen mayordomos y diablos su entrada solemne por las principales calles de la ciudad, dirigiéndose, en seguida, al templo del Socavón, donde toda la Corte Infernal, de rodillas, rinde pleito homenaje a la Reina del Cielo, incluso Lucifer en persona y su no menos cornuda esposa, que a manera de nuestras aristocráticas damas, sin dejar de ir a la iglesia por cortesía, acostumbra no perder esta clase de fiestas, cuando de bailar se trata. Después de la gran ovación hecha a la Patrona, los diablos, que, como tales, no sólo son aficionados al baile y al filrteo, sino también, y con gusto refinado, a la poesía y a la música, entonar, a coro, cantos religiosos, correspondiendo las estrofas a Satanás barítono, a la soprano su esposa y al tenor Mefistófeles. De esos cantos, que pertenecen a la poesía clásicamente infernal, sólo hemos podido conseguir, como ejemplos de que podrían aprovecharse los modernistas, las siguientes rimas: Venimos desde el Enfierno a pedir tu protección, todos tus hijos los diablos, ¡Mamita del Socavón! Las cuentas de tu rosario son balas de artillería: deféndenos pues con ellas ya de noche, ya de día. Aquí estamos de rodillas, échanos tu bendición a estos tus pobres mineros, ¡Mamita del Socavón! No nos niegues, pues, tu amparo divina madre de Dios: ¡Hasta el año, mamasita, hasta el año, adiós, adiós! Para muestra un botón; siendo muy dignas de respeto y de toda consideración, la fe sincera y la fervorosa devoción de esta clase obrera, tan sufrida, tan fuerte y tan sencilla, a la que le deben el país su renombre, e ingentes fortunas tantos millonarios ingratos. Terminadas estas ceremonias místicas, que deben repetirse en los días domingo y lunes de carnaval, el resto del tiempo de los tres días lo emplea la Corte Infernal en ejecutar una danza por las calles de la ciudad, deteniéndose en las esquinas, para lucir en ellas, ante numeroso público popular, su destreza en las figuras de las cuadrillas que bailan; danzas en las que los mineros son infatigables, no obstante las copiosas y repetidas libaciones de alcohol que les invitan los amigos y principalmente los mayordomos de la fiesta. Dentro del programa de su recorrido por la ciudad, es de obligación o de cajón, como llaman, visitar a la primera autoridad departamental, en el Palacio de Gobierno local, en el que se efectúa la representación dramática de “La caída de Luzbel”, por los principales demonios dramaturgos y el Arcángel San Miguel, que forma parte de la tropa; y, es de ver y oír, cuando éste desenvaina la espada para atravesar a Lucifer, como tiemblan postrados y hacen sonar las espuelas los 600 u 800 diablos allí reunidos; finita la cual comedia o tragedia, son obsequiados, todos, por la primera autoridad con un par de libaciones de licores finos. Notable es su presencia en las calles, cuando ordenados en dos alas y de a uno en fondo, forman dos hileras interminables, que avanzan haciendo resonar las espuelas, hasta el momento de precipitarse, a gigantescos saltos, sobre las esquinas, al son de una marcha especial, conocida con el nombre de: “La tonada de los diablos”. Admirable es la resistencia de éstos, en tres días consecutivos de satírica gimnasia; pero, como ni los mismos demonios son incansables ni Satanás, con ser Satanás, puede burlarse impunemente del alcohol, resulta que, en la tarde del lunes, todos los diablos se van al diablo, pues materialmente rendidos y ahítos de bebidas fuertes, que trasladan el infierno a sus cabezas, se desorientan, se dispersan y acaban por caer hipnotizados, unos dentro de las casuchas y otros en las calles, no siendo ya raro ni peligroso andar a tropezones con demonios que han perdido la peluca, los cuernos o los cachos, habiendo degradado su dignidad infernal hasta el extremo de aficionarse y tomar por esposas a unas sencillas y pobres mujeres del pueblo, denominada “palliris” (las que en las minas golpean trozos de mineral y los convierten en fragmentos pequeños). Ello es que el lunes en la tarde termina la endiabladura, teniendo los espíritus infernales, acompañados de sus respectivas consortes, de carne y hueso, que restituirse, en cuerpo y alma, con muy mala gana y mucho dolor de cabeza, a los trabajos mineros, que se restablecen, en toda su plenitud, el día martes, a las seis de la mañana. Tal es la fiesta de la Virgen del Socavón y de la Corte Infernal, que se celebra desde su origen hasta nuestros días, con la sola advertencia de que, en sus primitivos tiempos, la troupé, que era sólo de 600, 800 y aun más obreros, se componía exclusivamente de diablos, y de que, en el día, no sabemos a ciencia cierta, si, por que aquellos han ido perdiendo sus prestigios, porque han sido ventajosamente reemplazados por tantos diablos, sin rabo ni cuernos, que pululan ahora en todas partes, o si, por que el culto de Lucifer se va amenguado, van adquiriendo los tales obreros, la mala costumbre de disfrazarse de otras cosas, permitiendo que se vean ya tan pocos diablos y como si las tales mojigangas pudieran compararse nunca con la gentil, esbelta y magnífica estampa de Lucifer. ¡Mal hecho, muy mal hecho! Pero para eso, tiene doctores la iglesia… y nosotros, con su permiso, ponemos punto final a esta tradición.
* José Víctor Zaconeta, La Virgen del Socavón y la Corte Infernal, en Odas y poemas.
Oruro 1925, Vol. II, pág. 257-275.
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